viernes, 27 de agosto de 2010

La llegada del halcón negro

José Luis Clímaco se despertó esta mañana con el mismo dolor intenso que desde hace dos semanas le martillea la garganta. Desayunó huevo picado y tortillas de maíz recalentadas. Clímaco tiene 74 años y es un anciano ofensivamente delgado, de nariz ancha y con la piel requemada por el sol, como todo agricultor que se precie. Vive viudo y, desde que sus hijos se fueron a Acajutla en tiempos de la guerra, solo, sin ningún tipo de pensión. Tras el desayuno, medio se bañó, se puso unos pantalones, una camisa de cuadros que es al menos tres tallas mayor, sus dos viejas y desgastadas botas y la cachucha sin la que se siente desnudo, y salió de casa rumbo a la escuela, a una cuadra de donde él vive. Pocas veces cae ayuda del cielo, y cuando ocurre, hay que aprovecharlo.

Desde primerísima hora, dos helicópteros tipo Black Hawk de la Fuerza Aérea estadounidense cargados con doctores y equipo médico han estado aterrizando y despegando en la cancha de fútbol de la comunidad El Pichiche, en el área rural de Zacatecoluca, La Paz. La atípica y ruidosa visita forma parte de una campaña con la que Estados Unidos trata de llevar atención médica de calidad a lugares de Centroamérica donde la salud, más que un derecho, es un privilegio.

—Aquí no hay trabajo ahorita, y todos estamos chotiando –me dice Clímaco resignado, mientras espera de pie su turno en la cola.

En unas semanas podrá cosechar el maíz que sembró a finales de mayo, vender una parte, y disponer de unos dólares que le darán algo de cintura. Pero ahora es tiempo de estrecheces. Solo cuando cangrejea en el manglar, no muy lejos del estero de Jaltepeque, reúne lo suficiente para poder comprar huevos o arroz. En una economía así no caben gastos para salud. Por eso cuando le comenzó el martilleo en la garganta prefirió esperar. Desde hace un mes sabía que hoy llegarían los doctores gringos. La alternativa, el sistema de salud pública salvadoreña, le hubiera supuesto pagar $1.50 para ir y regresar de Zacatecoluca, caminar hasta el surrealista Hospital Nacional Santa Teresa, perder el día entero y, casi con total seguridad, tener que comprar la medicina recetada con un dinero que no tiene.

Pero en El Pichiche todo es distinto hoy. Clímaco se sienta frente a un joven y preparado doctor vestido con pantalón de camuflaje y con un estetoscopio al cuello. Un soldado salvadoreño que hace las veces de traductor permite la comunicación entre el médico y el paciente. Le cuenta sobre su problema en la garganta, y al poco lo remite a un especialista, en el edificio principal del centro escolar, una sólida estructura construida en 1993 hoy convertida en un improvisado hospital de campaña. En las puertas de las aulas cuelgan carteles que dicen Vacunación, Odontología, Entrega de medicinas, Pediatría, Salud mental. Clímaco se pierde en una de las salas.

Después de los himnos y los discursos, cerca ya de las 11 de la mañana, Clímaco se me acerca y, aunque el dolor en la garganta no le ha desaparecido, tiene mejor cara. Mete su mano derecha en el bolsillo de la camisa y saca dos bolsitas transparentes llenas de pastillas, blancas unas, amarillas las otras. Una generosa sonrisa delata su satisfacción. Hoy es un gran día, parece decirme con la mirada. Pero los doctores gringos y sus consultas y sus medicinas buenas y gratuitas y sus Black Hawk se irán en unas horas de El Pichiche. Quizá para no regresar jamás.



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Este relato es una versión de la crónica publicada el 25 de agosto de 2010 en www.elmundo.es bajo el titular de Cuando la ayuda cae del cielo.

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