lunes, 30 de agosto de 2010

Las edades de Manyula

(Preámbulo necesario para los lectores no salvadoreños o los salvadoreños despistados. En San Salvador hay un zoológico y en ese zoológico hay una linda elefanta que se llama Manyula. Llegó al país en junio de 1955 e inexplicablemente sigue viva. En el año 2000 las autoridades decidieron conmemorar los 50 años de vida de este emblemático animal, y decenas de miles de personas respondieron a la iniciativa. Cinco años después, en 2005, al paquidermo le celebraron sus 55 años, y estos días se aprestan a celebrarle los 60. En un país pequeño, compacto y en el que escasean los referentes de este tipo, esta elefanta se ha convertido en parte fundamental del acervo cultural salvadoreño. Quizá algunos dirán que exagero, pero Manyula es un elemento importante de la salvadoreñidad. Y los salvadoreños la quieren mucho, pero aún no lo saben. Lo sabrán cuando esté muerta.)




De nuevo se equivocan. A Manyula le van a celebrar en unas semanas 60 años cuando en realidad tiene 58. Hace cinco años, cuando yo aún trabajaba en La Prensa Gráfica, publicamos una investigación basada en un documento oficial que señala la edad del animal que en mayo de 1955 se embarcó en el puerto alemán de Hamburgo. “1 Elefante, 3 años, fem.”, asegura el informe que me hizo llegar entonces Klaus Gille, el responsable del archivo del Hagenbeck Tiepark, el zoológico al que el Estado salvadoreño le compró la entonces pequeña elefanta. Viajó en el buque Rheinstein junto a otros 17 animales, entre los que había camellos, cebras, canguros y tigres de Bengala. Todos desembarcaron en el puerto de Cutuco, departamento de La Unión, un día indeterminado de junio, y el 28 de ese mismo mes fueron presentados públicamente en el Zoológico de San Salvador, como recoge la edición de La Prensa Gráfica del día siguiente.


Las matemáticas no dejan lugar a las interpretaciones, pero aquella investigación incluía además una reconstrucción de cómo las autoridades en el año 2000 –en el que se cometió el error primigenio– llegaron a la conclusión de que ese año cumpliría 50, un acontecimiento en efecto excepcional si se tiene en cuenta que, según un estudio al que tuvimos acceso, los elefantes asiáticos viven en cautividad un promedio de 48 años en los zoológicos europeos y de 45 en los estadounidenses. Y acá estamos en el Tercer Mundo. Pues bien, la edad con la que el paquidermo llegó al país se la sacaron de la manga, sin respaldo documental alguno, basados únicamente en lo que algunos trabajadores veteranos creían recordar.

Mi opinión es que en realidad no es tan importante si tiene 58, 60 ó 63. Manyula siempre será para mí una animal emblemático y excepcional al margen de esa cifra. En un país como El Salvador, en el que cada día asesinan a 12 personas y la mitad de la población vive en condición de pobreza, toda esta polémica no puede estar más que en un plano anecdótico. Eso sí, no deja de ser algo que ilustra con meridiana claridad uno de los problemas nacionales: el orgullo que impide a uno reconocer cuando está equivocado.


(Pulsar para ver el documento a mayor resolución)

viernes, 27 de agosto de 2010

La llegada del halcón negro

José Luis Clímaco se despertó esta mañana con el mismo dolor intenso que desde hace dos semanas le martillea la garganta. Desayunó huevo picado y tortillas de maíz recalentadas. Clímaco tiene 74 años y es un anciano ofensivamente delgado, de nariz ancha y con la piel requemada por el sol, como todo agricultor que se precie. Vive viudo y, desde que sus hijos se fueron a Acajutla en tiempos de la guerra, solo, sin ningún tipo de pensión. Tras el desayuno, medio se bañó, se puso unos pantalones, una camisa de cuadros que es al menos tres tallas mayor, sus dos viejas y desgastadas botas y la cachucha sin la que se siente desnudo, y salió de casa rumbo a la escuela, a una cuadra de donde él vive. Pocas veces cae ayuda del cielo, y cuando ocurre, hay que aprovecharlo.

Desde primerísima hora, dos helicópteros tipo Black Hawk de la Fuerza Aérea estadounidense cargados con doctores y equipo médico han estado aterrizando y despegando en la cancha de fútbol de la comunidad El Pichiche, en el área rural de Zacatecoluca, La Paz. La atípica y ruidosa visita forma parte de una campaña con la que Estados Unidos trata de llevar atención médica de calidad a lugares de Centroamérica donde la salud, más que un derecho, es un privilegio.

—Aquí no hay trabajo ahorita, y todos estamos chotiando –me dice Clímaco resignado, mientras espera de pie su turno en la cola.

En unas semanas podrá cosechar el maíz que sembró a finales de mayo, vender una parte, y disponer de unos dólares que le darán algo de cintura. Pero ahora es tiempo de estrecheces. Solo cuando cangrejea en el manglar, no muy lejos del estero de Jaltepeque, reúne lo suficiente para poder comprar huevos o arroz. En una economía así no caben gastos para salud. Por eso cuando le comenzó el martilleo en la garganta prefirió esperar. Desde hace un mes sabía que hoy llegarían los doctores gringos. La alternativa, el sistema de salud pública salvadoreña, le hubiera supuesto pagar $1.50 para ir y regresar de Zacatecoluca, caminar hasta el surrealista Hospital Nacional Santa Teresa, perder el día entero y, casi con total seguridad, tener que comprar la medicina recetada con un dinero que no tiene.

Pero en El Pichiche todo es distinto hoy. Clímaco se sienta frente a un joven y preparado doctor vestido con pantalón de camuflaje y con un estetoscopio al cuello. Un soldado salvadoreño que hace las veces de traductor permite la comunicación entre el médico y el paciente. Le cuenta sobre su problema en la garganta, y al poco lo remite a un especialista, en el edificio principal del centro escolar, una sólida estructura construida en 1993 hoy convertida en un improvisado hospital de campaña. En las puertas de las aulas cuelgan carteles que dicen Vacunación, Odontología, Entrega de medicinas, Pediatría, Salud mental. Clímaco se pierde en una de las salas.

Después de los himnos y los discursos, cerca ya de las 11 de la mañana, Clímaco se me acerca y, aunque el dolor en la garganta no le ha desaparecido, tiene mejor cara. Mete su mano derecha en el bolsillo de la camisa y saca dos bolsitas transparentes llenas de pastillas, blancas unas, amarillas las otras. Una generosa sonrisa delata su satisfacción. Hoy es un gran día, parece decirme con la mirada. Pero los doctores gringos y sus consultas y sus medicinas buenas y gratuitas y sus Black Hawk se irán en unas horas de El Pichiche. Quizá para no regresar jamás.



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Este relato es una versión de la crónica publicada el 25 de agosto de 2010 en www.elmundo.es bajo el titular de Cuando la ayuda cae del cielo.

domingo, 22 de agosto de 2010

Parto en el área rural

Sentada sobre su propia sangre supo que algo andaba mal. Seis semanas faltaban para salir de cuentas pero el niño se retorcía por salir. Sintió una punzada lenta y larga, apretó los ojos y con su mano comprobó que los pies estaban fuera. Venía al revés.

—Me dio nerviosidad.

Estaba pariendo tirada en el corredor de una casona, en un cantón perdido de un ignoto pueblo llamado Monte San Juan. Las únicas ayudas disponibles eran la voluntad de Mauricio, su marido, y el recuerdo de un consejo que años atrás le había dado su padre: si te llega a ocurrir esto, cuando nazca le cortás el cordón tres dedos debajo de la tripita, buscás un cañamito, lo desinfectás con alcohol, te lavás bien las manos y le metés la Gillette.

El fruto de su vientre cayó al piso sin dificultad cuando él le apretó la barriga con fuerza.

—Así era el bichito –y con las manos Mauricio simula algo del tamaño de un plátano–, chiquito y clarito-clarito, y amarillo, y las manos bien largas.

Mauricio tomó la iniciativa. Salió a buscar a un cuñado y le pidió que fuera en bicicleta hasta Cojutepeque a comprar lo necesario. Cuando regresó, tenía el cañamito elegido y cumplió como un buen soldado las instrucciones: alcohol, manos limpias, tres dedos, Gillette. Después agarró el feto y lo miró asustado.

—Ahí deseé que se muriera… No se le veía forma de gente, clarito y amarillo, como que era muñequito de hule…

Era el octavo embarazo, pero el primero que nacía sietemesino, desproporcionado y amarillento. Convencidos de que nada se podía hacer, ni siquiera buscaron un doctor. La decisión fue esperar, dejarlo en las manos de Dios, como le gusta decir a Mauricio. Aquella noche del 19 de abril del año 2000, se acostaron resignados, una resignación que quizá solo quienes conocen el verdadero significado de la pobreza puedan comprender. Y juzgar.



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(Esta es la escena inicial de una crónica titulada Tres millones de mauricios, publicada el 7 de junio de 2010 en el periódico digital El Faro).

jueves, 19 de agosto de 2010

Monseñor Romero y los periodistas salvadoreños

Este elegantemente asilvestrado jardín es el de la casa del entrevistado, que está enfrente, al otro lado de una mesa blanca y maciza, se llama monseñor Urioste, y ahora se sirve con soltura el segundo café, uno detrás del otro. Ricardo Urioste, de 84 años de edad, fue el vicario general de Monseñor Romero y uno de sus colaboradores de confianza dentro la Iglesia católica salvadoreña en los tres años de arzobispado del salvadoreño más internacional.

—¿Tenía Monseñor Romero –le pregunto una duda que me ha rondado la cabeza desde hace años– mayores deferencias con los periodistas extranjeros que con los salvadoreños?
—Pues yo no diría que tenía preferencias por la prensa internacional…

En el diario que grabó Monseñor Romero, que tan solo abarca desde marzo de 1978 hasta cinco días antes de su asesinato, menciona de forma expresa y la mayoría de las veces con entusiasmo y palabras de elogio sus encuentros con periodistas suecos, mexicanos, italianos, estadounidenses, finlandeses, ingleses, españoles, franceses, alemanes, venezolanos, japoneses, colombianos, puertorriqueños, chilenos, brasileños, costarricenses, holandeses, hondureños, irlandeses, polacos, suizos y argentinos. Sin embargo, las escasas menciones a encuentros con periodistas salvadoreños tienen un tono gris. Un ejemplo es su regreso a El Salvador el 12 de mayo de 1979. Monseñor Romero retornaba tras su primer encuentro en el Vaticano con el papa Juan Pablo II, pero ni siquiera eso motivó a los colegas presentes a hacer su labor. “En el aeropuerto había varios periodistas tomando fotografías, pero ninguno me hizo ninguna pregunta”, se quejó Monseñor Romero, para acto seguido señalar que “periodistas extranjeros sí se han anunciado este día para entrevistarme mañana”.

Desde hace años me ha rondado la cabeza, y por eso aprovecho la entrevista con monseñor Urioste para conocer su opinión.

—Pues yo no diría que tenía preferencias por la prensa internacional –me responde–, pero juzgo que era donde él veía que podía expresar una palabra que iba a ser repetida en los medios. Si hablaba con los periodistas de acá, esos medios no iban a transcribirlas, ¿verdad? Estoy seguro de que con los medios internacionales se sentía como más abierto, como más seguro, más libre, pero es porque eran ellos quienes lo buscaban espontáneamente para conocer de Monseñor Romero y de su actitud.
—¿Él era de puertas abiertas con los periodistas?
—Totalmente.
—Con una agenda tan ocupada, ¿fue parte de una estrategia, en el buen sentido de la palabra, ser tan atento con la prensa?
—Él era un hombre sumamente trabajador, incansable, y tenía tiempo para todo, digamos. Era extraordinario en ese sentido. Así que supongo que por eso siempre se mostró con la prensa muy atento.
—¿Usted cree que la atención a los periodistas fue algo prioritario para Monseñor?
—Prioritario no, creo que no. Lo que creo es que daba su tiempo a cada cosa, y también a los periodistas. Pero no creo que fuera una búsqueda de los periodistas de parte de él.

Este gremio nuestro, que tantas veces ha solicitado meaculpas a otros actores sociales por sus acciones o sus silencios durante la guerra civil, quizá algún día debería plantearse pedir perdón por el pésimo servicio que dio –¿que da?– a El Salvador.


lunes, 16 de agosto de 2010

Estrategias de venta (toallitas)

El vendedor sube al bus de la ruta 2-C y salta el torno con delicadeza, como si llevara una bandeja con bebidas, aunque lo que carga en la palma de su mano izquierda es una torre de toallitas perfectamente dobladas. Las hay rosadas y azules, todas con los tonos apastelados de la ropa de los bebés. El vendedor, el último en subir, camina apenas dos pasos por el pasillo antes de iniciar el ritual. Viste bien: jeans, zapatos lustrados, camisa de cuadros y el celular colgado al cincho. Tendrá unos 30 años y parece que se gasta sus centavitos en la peluquería. Tiene presencia y no intimida, pero algo en su tono de voz no termina de encajar, suena como si fuera cantilena.

—Tengan todos muy buenos días. Discúlpenme la bulla y la molestia que les vengo a ocasionar. Seré breve. Les traigo lo que son estas bonitas toallitas. Son suaves, son dobles. Para que le lleven a su niño o a su niña, que va con esto a la escuela, al kínder. O para su uso personal. El precio: dos toallitas faciales por una cora, dos por 25 centavos de dólar.

Cumplió: fue breve. No dio las gracias de rigor que sirven de punto y final en estas situaciones. Apenas fueron 23 segundos desde que comenzó a hablar hasta que avanzó por el pasillo mientras ofrecía lo suyo al susurro de toallitas, toallitas. No vendió una.



sábado, 14 de agosto de 2010

Clase de nawat

Dicen los entendidos que Santo Domingo de Guzmán, en Sonsonate, es el único municipio en el que subsiste el nawat, la lengua que hace cinco siglos era la única que se hablaba entre los ríos Lempa y Paz. Más que subsistir, agoniza. La lengua no se escucha en las tiendas ni en las calles ni en los buses ni en las iglesias. Solo la hablan un grupo de ancianos que apenas se relacionan entre sí, y también se puede oír en espacios forzados como este aula, la de sexto grado de la única escuela pública con bachillerato.

Hoy, la clase de nawat será primero un torrente de preguntas del profesor, y después un esfuerzo por demostrar el dominio de la lengua escribiendo frases sobre la pizarra. Hay periodistas y hay que impresionar. Aquí adentro hace calor y falta iluminación, al punto que a las 10 de la mañana es necesario que haya dos bombillas encendidas. El aula está pintada de azul y blanco, y tiene dibujos alusivos a todas las materias que se imparten; también al nawat, al que se dedican dos horas semanales. Cerca de la puerta hay un cartel amarillo con el himno nacional en lengua indígena, y en otra pared se ven tres cartulinas que recuerdan cómo se dicen los números del uno al 10, los seis colores básicos y la última con un dibujo de un par de casas junto a un volcán y con una inscripción: Ne techan


Valentín Ramírez es el profesor. Tiene 36 años y es de Santo Domingo. Su historia es la de todos los de su generación. Sus abuelos eran nahuahablantes, les costaba expresarse en español; sus padres ya no lo aprendieron o dejaron de usarlo hasta la pérdida total; y los nietos, él y sus amigos, tampoco le vieron mayor utilidad. 

—De más joven creía que no servía de mucho –dice Valentín. 

Ahora él es profesor de nawat. Le cuesta entenderlo y hablarlo, está consciente, pero cuando de la Universidad Don Bosco llegaron a pedir voluntarios para enseñar al menos los conceptos básicos del idioma, no se lo pensó dos veces. Que la humanidad en general y los salvadoreños en particular no pierdan otra lengua depende hoy de esfuerzos como el de Valentín y las dos docenas de maestros que, sin hablar el nawat y con apenas una capacitación de una semana, decidieron apoyar el limitado programa de revitalización.

El número real de nahuahablantes es una incógnita. La cifra recogida en el censo de población de 2007 fue 97, la que maneja la Don Bosco es 200, y los conteos más optimistas elevan el número hasta 300. Pero todos coinciden en el hecho de que se trata de personas con una edad promedio en torno a los 60 años, analfabetas en su inmensa mayoría y que viven en condiciones de extrema pobreza. La lengua carece de protección jurídica efectiva, no hay literatura ni medios de comunicación en nawat y durante el último siglo la actitud del Estado salvadoreño hacia lo indígena ha pasado de la represión pura y dura en la primera mitad del siglo XX a la desidia de los últimos 30 años. Muchos confiaron en que la pasividad estatal cambiaría con la llegada del FMLN al Ejecutivo, pero los cambios en este tema han sido hasta la fecha más cosméticos que de fondo. El nawat sigue a la deriva.

En este aula hacen lo que pueden, pero sigue siendo poco. 

Michael Enrique Pineda es uno de los estudiantes más destacados de Valentín y de toda la escuela, ya que solo Valentín está dentro del programa. Consciente de su potencial, Michael toma la palabra siempre que puede y pide salir a la pizarra. Ya es capaz de escribir en nawat frases como Él tiene cinco lapiceros azules, algo al alcance de muy pocos salvadoreños. Sentado enfrente de él, miro la cartulina que dicen Ne techan.

—Michael, ¿y qué significa Ne techan?
—No sé –y acompaña sus palabras con un expresivo encogimiento de brazos.

El año que viene está en séptimo grado, y Valentín ya no será su profesor.


Fotografía: Bernat Camps

martes, 10 de agosto de 2010

Hasecta a Gesú oy

El bus es un viejo Bluebird de la ruta 2-C. Supongo que años atrás circulaba por las carreteras estadounidenses, ya que todos los avisos que tiene están en inglés. En la parte delantera, sobre una de las ventanas, unas letras negras dicen EMERGENCY EXIT; y otras más chiquitas pero también negras agregan See instructions below. Pero debajo solo está la ventana. Lo más parecido a unas instrucciones está a la izquierda, en un colorido anuncio de una iglesia evangélica, que literalmente dice así:


Esta Comprobado
No se Puede Vivir sin Cristo
Acepta a Jesus hoy
Ven Congregate con nosotros en: Tabernaculo Biblico Bautista “Soyapango” 
50 mtrs atras de Pollo Campero Plaza Mundo


Y quizá alguien lo haya aceptado hoy mismo. Así, sin tildes ni reglas gramaticales. Dicen que la fe es ciega.



miércoles, 4 de agosto de 2010

Horacio y los hijos de la gran puta

La sala del Centro Cultural de España es blanca con mínimas concesiones: las sillas, la mesa y poco más. Hay demasiada luz, lo que acentúa un ambiente de pulcritud que no termina de encajar con el invitado de hoy y con lo que representa. El local está inusualmente lleno –donde lleno es igual a 100 personas– para escuchar a Horacio Castellanos Moya, a quien podría considerarse el escritor salvadoreño más internacional. Horacio visita de nuevo la tierra de la que a finales de los 90 tuvo que huir amenazado de muerte, y lo hace, aseguran los carteles promocionales de esta actividad, para conversar sobre ficción, diáspora e identidad. En el público hay muchos aspirantes a la etiqueta de escritor y/o de intelectual, y otros tantos que creen habérsela ganado ya. Quizá haya también una pequeña cuota de mitómanos y otra más generosa de personas que ignoran que la producción de Horacio va más allá de El asco, que él define como uno de sus libros menos celebrados afuera.

—No es lo mismo –dice Horacio– hacerse escritor en un país donde la literatura se valora que en uno donde ser escritor es ser un cero a la izquierda.

Se refiere, claro, a El Salvador, el terruño que lo marcó y que sigue siendo la fuente de inspiración de casi toda su creación. Pero Horacio apenas ha vivido aquí poco más de un tercio de su vida. Nació en Honduras, y ha pasado temporadas más o menos largas en México, Costa Rica, España, Alemania, Canadá y Estados Unidos, donde reside en la actualidad. Su salvadoreñidad, pues, tiene poco que ver con estúpidos sentimientos nacionalistas, y está más relacionada con ser este el país del que abrevan, para bien o para mal, tanto él como la inmensa mayoría de sus personajes. Edgardo Vega de El asco es salvadoreño, como también lo son el comandante Gestas de Perfil de prófugo, Mario Antonio Ortiz "Juan Carlos" y Quique López "Kioci" de La diáspora, o Haydée de Aragón de Tirana memoria; por citar tan solo unos ejemplos. Al igual que hizo James Joyce con la Irlanda que dejó atrás, Horacio escribe sobre El Salvador y sobre los salvadoreños. Pero lo que retrata no siempre gusta a los guardianes. Ni a los de un lado ni a los del otro. En sus libros la Pílsener es una mugrosa cerveza diarreica, y La Prensa Gráfica y El Diario de Hoy son catálogos de ofertas hechos para ser hojeados y no leídos, la mejor muestra de la miseria intelectual de este pueblo. A los compas de la guerra civil, los que se quedaron y los que se exiliaron, no les va mucho mejor: la mayoría son vividores-resentidos-alcohólicos-psicópatas-desencantados-envidiosos-pisones-soplones.

—¡Claro que yo no soy Vega! –dice, pero suena como si nomás quisiera mantener el rebaño en calma–. Lo que ocurre con El asco es que golpea los valores, la identidad, y en esos temas el lector pierde la capacidad de raciocinio.

Horacio quizá sí es Vega, aunque no lo admita hoy aquí. Puede que en público no lo admita nunca en El Salvador, su tierra, el país que no abandonó aunque hace décadas que dejó de ser su hogar.

—A mí me gustan tus libros –dice que le dijo su editor de la poderosa Editorial Tusquets cuando hablaban sobre dónde poder vender sus libros–, lástima que no tengas país.

Lo tiene. Un país desagradecido pero suyo. Horacio es uno de esos seres humanos que tuvieron la suerte de poder elegir cuál sería la tierra que llamaría suya y quiénes sus paisanos, y eligió El Salvador y a los salvadoreños, los mismos que Roque Dalton llamó guanacos hijos de la gran puta. Horacio parece ser un ejemplo más de que criticar y querer un país pueden ir de la mano. Y de que hacerlo es señal de lucidez.



Fotografía: Iván Giménez

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