domingo, 31 de julio de 2011

Violación tumultuaria

Entró el primero de sus violadores. Nunca supo si era el palabrero o el cumpleañero. Se quitó la calzoneta, le ordenó tumbarse boca arriba y abrirse de piernas, y comenzó a violarla, a pelo, y Magaly lloró, con la cabeza volteada hasta casi desencajarla del cuello para intentar evitar los besos y las lengüetadas, y quizá pensó en la hora eterna y maldita que tenía por delante, una hora de dolor rabia sangre impotencia saliva asco tortura vergas resignación, resignación infinita ante lo que se asume como inevitable, cuando se ha conocido tanta mierda que una violación tumultuaria forma parte del guion, algo que puede pasar, que de hecho estuvo a punto de pasarle cuando tenía 10 años, la edad de Vanessa, cuando vivían en un mesón en Mejicanos, y un hombre aprovechaba las ausencias de su madre para tocarla y obligarla a tocarle a él, hasta que un día le mordió la mano, se defendió, aunque hacer algo así en la violación no era siquiera opción, moriría ahí mismo, la destazarían, porque el Barrio 18 viola destaza asesina descuartiza mata, y por eso no gritó, aunque sabía que estaba en una casa en un pasaje en una colonia populosa, a primera hora de la tarde, mientras los vecinos veían telenovelas o National Geographic, y Magaly llorando, y solo cuando se le disparaban los decibeles de su llanto, el violador le decía que callara, puta, que callara… hasta que él se fue y se fue, pero al poco vino uno; no, dos, y la violaron a la vez, sin importarles la sangre, y le decían: ponete así, hacele así… y entró un tercero con un teléfono, lo puso cerca de la boca de Magaly, y le dijo: ahora chillá, gemí, perra, que te oiga, y quizá en una cárcel salvadoreña alguien tirado sobre un catre se masturbaba con ese dolor, ese dolor interminable, porque al terminar uno, empezaba otro, y luego el otro, y luego el otro…

—Mirá –se encaró con el que creyó que era el sexto–, el que habló por teléfono dijo que solo iban a ser cinco y una hora.
—Pero él no está aquí ahorita –le respondió–, así que no estés pidiendo gustos. Abrite, pues.

Más llanto, más semen juvenil, y el dolor cada vez más agudo, y uno y otro y otro más, y dos al mismo tiempo, y tres, y vuelta, y vuelta, y hasta un grupito que se sentó en el suelo de la habitación, mirando, riendo, grabando y tomando fotos con el celular, jugando, violadores mareros pandilleros de 12 años –doce–, de 14, de 18… hasta que apareció uno al que le dio asco el sudor ajeno, la sangre, y pidió a Magaly que se fuera a bañar rápido, que bebiera un poco de agua, que dejara de llorar, uno que le preguntó si le estaba gustando la fiesta, y luego a empezar de nuevo, y a llorar de nuevo, el undécimo, o el octavo, o el decimocuarto... ¿cómo saberlo? Más de uno repitió, porque tiempo hubo para humillar un cuerpo hasta la saciedad, sodomizarlo vejarlo ultrajarlo malograrlo envejecerlo, marcarlo de por vida, y el hilito de sangre que no cesaba, y las lágrimas y los ojos rojos siempre acuosos hinchados resignados… hasta que al fin terminó, cuando todos, donde todos incluye a pandilleros y a aspirantes, se cansaron de penetrarla, de darle nalgadas, de montarla, y su dios, el dios al que le reza cada noche con sus hermanos, a saber dónde putas estaba ese día.

—Puya, mirá esta maldita cómo está sangrando –le dijo un pandillero a otro, riendo, mientras Magaly intentaba recomponerse–. Dan ganas de picarla, vos.
—Callate, vos, que nos vamos a echar un huevo encima. Además, ¿que no mirás que estaba virga la bicha?

Como pudo, Magaly se vistió y salió de la habitación. Eran las 4:30 de la tarde. La despedida fue una frase: si abrís la boca, iremos a tirar una granada en tu casa. Cojeaba y los ojos siempre acuosos hinchados resignados. Así la vio su hermana cuando salió del pasaje. Pero Vanessa es niña todavía, 10 años, se ve niña. Le reclamó de forma airada la interminable espera, y Magaly prefirió no decirle nada. Ahorita no me hablés que me duele mucho la cabeza, respondió. También le dijo que se había torcido un tobillo. Caminaron hasta la casa. Guille abrió la puerta. También él preguntó, más consciente a sus 12 años de lo que podía haber pasado, pero respetó las ganas de silencio de Magaly. Fue al baño. Se duchó largo, se restregó bien por el asco. Tomó un par de diazepam y se encerró en su cuarto, que no era suyo sino de los tres hermanos.

—Díganle a mi mamá que estoy enferma, que no vaya a molestar –fue lo último que dijo el día de la violación.

Le costó, pero al rato cayó profundamente dormida.


Fotografía: internet
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(Este es un fragmento de una crónica titulada Yo violada, que fue publicada el 23 de julio de 2011 en la sección Sala Negra del periódico digital salvadoreño El Faro)

lunes, 25 de julio de 2011

Es que no es lo que vos querrás

La mañana del día de la violación Magaly salió para comprar algo en la tienda. Era miércoles. Un grupo de pandilleros se le acercó, la rodearon y le dijeron que se preparara, que en la tarde la llamarían. Ese coro de voces infanto-adolescentes, casi todas conocidas, algunas de compañeros de aula, representaba la máxima autoridad en la colonia, el Barrio 18, y ella mejor que nadie sabía que, escuchada la sentencia, poco o nada se podía hacer. En las horas siguientes actuó como un condenado a muerte que asume con resignación su condición.

Magaly es una joven bien parecida. Salvo por su estatura –apenas supera el metro y medio–, está en las antípodas del estereotipo de una mujer salvadoreña. Su piel es lechosa; su cara, de facciones angulosas, con una nariz respingona pero bien conjuntada con su rostro; el pelo lo tiene oscuro, largo y liso, y le cubre una cicatriz en el cuero cabelludo del tamaño de un centavo, que le dejó un ácido que la cayó de niña. Está muy delgada, apenas supera las 90 libras, y no es para nada voluptuosa. La primera vez que la vi fue a mediados de marzo de 2010, durante una actividad del Ministerio de Educación que me llevó a Ilopango. Tenía que amarrar un contacto en la zona para el seguimiento, y ella fue la elegida. Nunca sospeché que esa joven menuda y dicharachera tuviera 19 años, condicionado quizá por el hecho de que estábamos en una escuela en la que solo se estudia hasta noveno grado.

La tarde del día de la violación Magaly llegó a esa escuela, como todos los días. Lo hizo poco antes de la 1 acompañada por Vanessa, su hermana pequeña. Se despidieron y cada quien entró en su aula. Hablando estaba con una amiga cuando un compañero de clases –un pandillero– se le acercó para entregarle un celular. Te llaman, le dijo.

—Ajá, ¿con que vos sos la puta que nos puso el dedo? –preguntó una voz sonora y amenazante–. Mirá, pues ahorita los homeboys se quieren dar el taco.
—¿Conmigo? ¿Y por qué?
— No te hagás la maje, que bien sabés. Vos los pateaste cuando se llevaron a la morrita aquella. Ellos te van a decir...
—Pero no tengo nada que hablar con ellos.

No dudó de que se trataba de la persona que desde la cárcel lleva palabra sobre los pandilleros de su colonia, de su escuela, pero se atrevió a interrumpir la llamada. El teléfono volvió a sonar de nuevo.

—¡No me volvás a colgar, peeeerra! Vos sabés lo que te va a pasar si no...
—Fíjese, pero yo no tengo nada que ver con ustedes –consumió Magaly su último suspiro de valentía–, así que deje de molestarme.
—Es que aquí no es lo que vos decís, sino lo que los homeboys dicen. Ahora mismo vas a ir a donde te lleven y vas a pasar una hora con cinco de ellos.
—Pero yo no puedo hacer eso, ando con mi hermana pequeña.
—Es que no es lo que vos querrás, es que lo tenés que hacer. Si no vas, van a ir a sacarte de la escuela.

Y colgó.

Magaly y su hermana Vanessa tienen una relación especial. Se llevan diez años, pero es evidente la complicidad cuando están juntas. En una ocasión Magaly me contó un incidente que tuvo con su pelo. Se lo quería alisar y, como a falta de dinero lo que toca es improvisar, pidió a Vanessa que usara una plancha para ropa y una toalla, sentada ella de espaldas a una mesa y con la cabellera extendida. No midieron bien los tiempos, y el pelo resintió ligeramente el exceso de calor. Mientras me lo contaba no paraba de reír.

Pese a esta relación, la de Magaly no es el mejor ejemplo de familia integrada. Cuando la violaron vivía en una casa diminuta con Vanessa, con Guille –el hermano, de 12 años–, con su madre y con el novio de ella, que salen al amanecer y regresan al anochecer. Pero cuando le pregunté por cuántos hermanos tenía, respondió que eran nueve en total, menores la mayoría, de diferentes padres y repartidos ahora en distintas casas, incluido uno que, recién nacido, su madre se lo regaló a un hermano, para que lo asentara como propio, y que ahora vive en Estados Unidos. Es la suerte que hubiese querido tener yo, me dijo un día Magaly. En otra ocasión le pregunté por su padre biológico. Creo que vive en San Martín, pero no lo veo, me respondió.

Magaly es casi como una madre para sus dos hermanos menores, sobre todo para Vanessa, y no parece sentirse incómoda en ese rol. Quizá por eso, cuando el día de la violación la voz amenazante le ordenó salir de la escuela, lo primero que hizo fue pensar en ella. No la podía dejar sola.

Salieron las dos de la escuela, y afuera había un grupito de pandilleros que comenzaron a caminar delante. Al llegar al pasaje donde estaba la destroyer, la casa que usan como punto de reunión, le dijeron que Vanessa no podía llegar y, con toda la naturalidad del mundo, le pidieron que la cuidaría la hermana de uno de los pandilleros. Magaly le dejó su celular, y ahí se separaron. No tuvo que recorrer mucho más para llegar a la casa. Eran pocos los pandilleros cuando entró, cuatro o cinco, pero casi todos rostros conocidos, casi todos más jóvenes, compañeros de la escuela algunos. Le indicaron un cuarto: “Metete ahí y quitate la ropa, que ya vamos a llegar”.

En la habitación no había nadie, solo un colchón grande tirado en el suelo, sin sábanas. Ella misma se desvistió. Se quitó los tenis blancos con dibujitos de calaveras que calzaba, los calcetines, la blusa verde, la camiseta de algodón, los jeans y el calzón. Todo lo amontonó en una esquina. Se sentó en el colchón y se acurrucó. Magaly no es de las que se congrega con asiduidad pero sí es creyente, lee la Biblia con sus hermanos antes de dormir, y quizá en ese momento pensó en su dios. “Yo seguido hablo con él, porque sé que me oye y me entiende”, me dijo en otra ocasión. Al menos esta vez a su dios le valió madre su suerte. Al poco entró el primero de sus violadores.

Fotografía: internet
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(Este es un fragmento de una crónica titulada Yo violada, que fue publicada el 23 de julio de 2011 en la sección Sala Negra del periódico digital salvadoreño El Faro)

martes, 19 de julio de 2011

Tortura y asesinato de una fuente

El hombre sentado a mi izquierda se llama Rodney y en mes y medio estará muerto, pero ahora es tan solo una fuente, una más. Será dentro de dos meses, cuando vuelva a escuchar esta plática que ahora recién empieza, que sus palabras se redimensionarán. A Rodney lo asesinarán en la madrugada del 26 de junio y el diario nicaragüense La Prensa lo reportará así al día siguiente: “Fue encontrado con su rostro desfigurado producto de golpes con un objeto contundente en la frente y rostro, además, fue degollado, tenía lesiones en ambos brazos y en la tetilla izquierda”.


Fotografía: El Nuevo Diario
Llegué hace tres días a esta ciudad del Caribe nicaragüense llamada Bluefields, con la intención de conocer qué trato da el Estado a los privados de libertad. Todo lo reporteado acá cristalizará en una crónica llamada La muerte de Pen-Pen, y esta entrevista es parte del reporteo. La cita en principio era con Dolene Miller, por ser ella la cara más visible de una ONG llamada Creole Communal Government, pero al entrar en este modesto despacho también estaban Rodney y una elegante mujer llamada Nora Newball.

Rodney Aswol Downs Francisco es un negro cincuentón, fornido, con una mirada intimidante y una voz ronca que da un aire de solemnidad a sus argumentaciones. En Bluefields, una ciudad pequeña, se le conoce como uno de los activistas más radicales en defensa de la comunidad negra. Sin ir más lejos, hace un par de semanas denunció ante la Corte Suprema de Justicia a tres jueces de Bluefields (Ronald Antonio Wilford Vargas, Edgar Martín Henríquez Sotelo y Ellen Lewin Downs) por presuntos actos arbitrarios que llevaron a que Rodney fuera encarcelado durante ocho meses entre 2006 y 2007.

—La Policía lo sigue, él es uno al que seguro que lo quieren matar –dice Nora Newball, con unas palabras que ahora suenan huecas pero que sonarán premonitorias en unas semanas.

Me han dicho que Rodney pidió estar presente en la entrevista apenas supo que había un periodista extranjero preguntando por Pen-Pen, el delincuente muerto a balazos por la Policía Nacional que terminará siendo el protagonista de la crónica. Ambos se conocieron en 2006 en las celdas preventivas policiales, y Rodney me describe el paso de su amigo por la cárcel como un infierno, objeto de todo tipo de torturas y vejámenes. “El resentimiento que Pen-Pen tenía hacia la Policía es el mismo resentimiento que tengo yo”, me dice.

No es lo que en principio me ha traído aquí, pero Rodney termina contándome que desde hace varios meses está investigando el actuar de la Policía Nacional en Bluefields. “Yo soy un perseguido políticamente por la Policía, porque conozco todas sus historias, todos los delitos que han cometido”, me dice. También me cuenta su pleito legal con jueces y fiscales, e incluso me da una copia de la carta presentada hace unos días ante la Corte.

—Bien, todo lo que me ha contado sobre Pen-Pen –le digo–, ¿lo puedo poner en su boca, puedo atribuírselo a usted?
—No, no, no se puede –responde Rodney–. Necesito protección, porque aquí yo soy un perseguido de la Policía. A mí me han violado todos mis derechos…
—Pero la Policía ya sabe lo que usted hace.
—Sí, ellos ya saben. Todo Bluefields lo sabe.
—¿Y por qué ve tan problemático que lo identifique?

Afortunadamente para mi salud mental, en lo que resta de plática no lograré hacerle cambiar de opinión, y en la crónica, su testimonio –que narra las torturas policiales– aparecerá atribuido así: “Me lo contó alguien que en 2006 coincidió con Pen-Pen en las celdas de la Policía Nacional”.

A Rodney lo torturarán y asesinarán una semana después de la publicación de La muerte de Pen-Pen en Sala Negra de El Faro y reproducida en el periódico digital nicaragüense Confidencial. La noticia de su muerte me impactará y me hará leer y releer el relato una y otra vez. Siempre concluiré que habré respetado con creces lo acordado, que incluso habré ido más allá de lo que Rodney me acaba de pedir –presentarlo como un amigo de Pen-Pen que estuvo en la cárcel con él–. Además, las notas periodísticas que informarán sobre su muerte la relacionarán de forma preliminar con disputas por posesión de tierras y con unas amenazas recibidas días atrás. Pero siempre quedará ese atisbo de duda sobre si su asesinato guarda relación con el hecho de que haya platicado conmigo ahora.

(Bluefields, Región Autónoma del Atlántico Sur, Nicaragua. Mayo de 2011)

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(Esta crónica fue publicada el 17 de julio de 2011 en la sección Bitácora del proyecto de cobertura periodística de la violencia Sala Negra, de elfaro.net)

sábado, 16 de julio de 2011

Inside the USNS Comfort (four years ago)

No todos los días uno despierta en una camarote poco más grande que un ataúd. Dos metros de largo, 68 centímetros de anchura y 49 de distancia con el colchón de encima, apenas lo suficiente para poder girarse. Estas condiciones se repiten en los 126 distribuidos en la habitación 4-54-2 del United States Navy Ship (USNS) Comfort. Paradójicamente, se trata de un barco hospital, cuya más básica misión es evitar el uso prematuro de los susodichos ataúdes.

El Comfort lleva haciéndolo desde diciembre de 1987, y en su interior han sanado heridos en episodios trascendentales de la historia reciente, como las dos guerras de Iraq, los atentados del 11-S en Nueva York o los efectos del huracán Katrina en Nueva Orleans. A El Salvador llega a anestesiar durante seis días las secuelas de la pobreza.

Desde ayer, esta nave de 272.5 metros de longitud y camarotes estrechos está anclada en el puerto de Acajutla, y las brigadas médicas que viajan a bordo comenzarán hoy en dos sectores distintos del municipio a brindar servicios de salud gratuitos y de calidad. El país es uno de los 12 elegidos para la primera gran misión humanitaria del Comfort, bautizada como “Amistad y cooperación por las Américas”, y que se prolongará cuatro meses.

Despertar, literalmente, dentro de una misión así no es habitual para un periodista de 31 años -la edad de quien suscribe estas líneas-, y tampoco para veteranos del gremio. Luis Romero, quien en noviembre cumplirá 27 años como fotoperiodista de la agencia internacional Associated Press (AP), confirma la excepcionalidad de esta asignación: “Barcos de guerra ya había visitado, pero dormir y hacer el trayecto, nunca; esta es una experiencia bonita que se lleva uno”.

***


Antes de las 6 de la mañana, el USNS Comfort leva anclas a unos cinco kilómetros del puerto nicaragüense de Corinto, donde ha permanecido desde el 18 de julio. El sol ya asoma. Situado en la parte noroccidental del país, Corinto es el puerto del que desde hace años se asegura que será unido vía ferry con Cutuco, en La Unión; algo así como el metro para San Salvador.
El punto de encuentro

El comedor de la nave es el verdadero punto de encuentro del Comfort. Lo primero que llama la atención es que allí se juntan en aparente buena armonía todas las tonalidades que puede adquirir la piel de un ser humano. Es una sala muy amplia, salpicada de mesas y decorada con cuadros, y donde cada uno se sirve lo que quiere.

En el sector de los oficiales está colgado un gran letrero esculpido en madera: “Rose City”. Ese es el nombre que tuvo el Comfort desde que se construyó en 1976, como un petrolero, hasta 1987 cuando, tras dos años de reconversiones, regresó al mar como el barco hospital que es en la actualidad.

Tras el desayuno, que se clausura a las 7:30 a. m., el comedor se convierte en escenario de un ritual que caracteriza a la Armada estadounidense. Al unísono, unas 40 personas comienzan a vociferar el himno de la institución: “Yo soy un marino de Estados Unidos; yo respetaré y defenderé la Constitución...”.

En el grupo está Rubén Vilcara, peruano de nacimiento, pero radicado desde hace 14 años en Bethesda, Maryland. Para él también es la primera vez que realiza una misión humanitaria de esta magnitud, pero el estar asignado a la cocina y la férrea disciplina dentro del Comfort le impiden el contacto directo con los pacientes. Tras 10 días sin tocar tierra, su principal preocupación parece ser cómo es la ciudad de Acajutla. Es la tercera persona que pregunta lo mismo.

La razón puede estar en la respuesta que la noche anterior ha dado Nate Escott, marino también, pero que trabaja en la oficina de comunicaciones del barco. Ante la inquietud por saber dónde tomar una cerveza, la contestación, acompañada de un elocuente gesto de extrañeza, fue concluyente: “En este barco no se puede tomar”.

Ni una sola cerveza disponible en una nave más grande que el propio Titanic. Un verdadero laberinto de escaleras, pasillos y puertas, en el que se evidencia con facilidad quiénes son los recién embarcados. El escaso mobiliario no ayuda mucho. Se repiten de manera cíclica unos pocos elementos: extintores, cajas que contienen chalecos salvavidas, surtidores de agua para tomar, un letrero que indica “To boats” —a los botes—, y las alarmas, platos metálicos de 31 centímetros de diámetro cuyo sonido, afortunadamente, no se pudo atestiguar.

Cuando uno camina por esos lugares, el mar pasa su factura. Todo el barco se mece, esté o no anclado el buque. Por ello, casi todos los objetos están amarrados, y las paredes de los ascensores están forradas con colchonetas azules.

Esa laberíntica red de callejones conduce a los diferentes puntos de reunión de los marinos que se dedican a actividades específicas dentro de la institución. La banda musical, compuesta por 14 personas, viaja en el Comfort con la exclusiva misión de ensayar y tocar. David Wiley, el director del grupo, explica en inglés el porqué de la presencia: “La música es un lenguaje universal que llena de buenos sentimientos a las personas”. Para comprobarlo, la invitación que hacen es a acudir el próximo domingo al parque central de Acajutla, donde ofrecerán un concierto de jazz. Gratuito, por supuesto.

En la cocina, Roderick Bryan es el marino que explica cómo se las ingenian para preparar la comida a unas 700 personas cada día sin que el menú se repita en tres semanas. Las bodegas y los congeladores se llenaron en junio, cuando el Comfort inició su misión, y saben que habrá alimentos hasta el 14 de octubre, la fecha prevista para el regreso a Norfolk, en el estado de Virginia. Lo único que adquieren en los puertos a los que llegan es todo aquello que no se puede congelar o enlatar, lo que reduce a los vegetales y poco más la lista de la compra, que también harán estos días en El Salvador.

Y, además de marinos, en un barco hospital lo que abunda son los médicos, y las salas de operación, de rayos X, ucis... Iván Shulman es un cirujano que decidió cambiar durante cuatro meses su trabajo en un hospital angelino por formar parte del Proyecto Esperanza, una de las ONG que más se ha involucrado en esta iniciativa. “Somos médicos, y lo somos porque nuestra misión es ayudar a la gente en cualquier parte del mundo”, contesta en castellano, el idioma que, a veces con más buena voluntad que otra cosa, casi todos quieren ensayar cuando están frente a alguien que lo habla. Sobre su labor y la de sus colegas, que es en realidad lo más importante, se podrá profundizar en los próximos seis días.

Vilcara, Wiley, Shulman... apellidos en singular de una historia colectiva que ayer atracó en El Salvador. Hasta el 1.º de agosto se podrá conocer de primera mano la labor humanitaria de este grupo de personas que está recorriendo América Latina operando, medicando, haciendo análisis clínicos, regalando lentes o rellenando caries, por citar tan solo cinco del extenso listado de servicios que brinda el Comfort.

Tres de los 262 municipios del país, los tres de Sonsonate, han sido los elegidos para recibir una inyección de las buenas. A última hora de la tarde de ayer, ya se desembarcaban por medio de un helicóptero las medicinas, los insumos y el equipo que llega para quedarse. Una inyección de salud que viene del mar.

Fotografía: Óscar Leiva
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(Este remedo de crónica fue publicada el 26 de julio de 2007 en el periódico salvadoreño La Prensa Gráfica)

jueves, 14 de julio de 2011

La primera frase

Dicen los que más saben que, en una buena crónica periodística, de esas que merece ser etiquetadas como de largo aliento, la clave del éxito es la entrada, y dentro de la entrada, siempre ateniéndonos a lo que dicen los gurús, la primera frase debe tener un brillo especial, tiene que deslumbrar.

Estoy terminando una larga crónica que espero que salga publicada a finales de este mes de julio en Sala Negra, en el periódico digital El Faro. Todo puede cambiar aún, pero la primera frase que tengo elegida ahora es esta: 

A Magaly Peña la violaron no menos de 15 pandilleros durante más de tres horas, pero eso quizá sea lo menos importante de esta historia. 

Lo que aún no me deja dormir bien es saber si deslumbra lo suficiente.

Fotografía: loscuatroelementos.wordpress.com

jueves, 7 de julio de 2011

La isla que no es isla

La isla Montecristo, en el extremo occidental de la bahía de Jiquilisco, en realidad no es una isla. Se puede salir caminando hasta San Juan del Gozo, algo que toma unas cuatro horas, y desde allí hay una calle sin asfaltar que permite alcanzar la carretera El Litoral. Sobre un mapa, la mal llamada isla pertenece a Jiquilisco, pero ellos miran más hacia San Vicente. El caserío La Pita, de Tecoluca, lo tienen a apenas 15 minutos en lancha si atraviesan el Lempa, y hasta allí llegan buses.

La comunidad Montecristo, sin embargo, sí es una comunidad, si como comunidad se entiende a un conjunto de personas que vive en un mismo lugar y bajo unas mismas normas. Son 37 familias, unas 120 personas. En su día se taló mucho, y hay espacio. Las casas están separadas unas de otras, y si hubiera que llamar plaza a algo, sería a la explanada situada frente al embarcadero principal.

En esa plaza, lo que se ve cuando uno desembarca son gallinas que pasean libremente, troncos apilados en el suelo, unos pocos árboles -vivos- que dan una agradecida sombra, casas de bloque y casas de madera, niños, mujeres, perros, hombres, redes para la pesca, hamacas, un pozo, una letrina pública, una vaca tan delgada que se le pueden contar las costillas y un suelo reseco y polvoso en el que se quedan marcadas las huellas de las patas de las gallinas.

Completan el cuadro la Tintorera I, la Sulmita II, las Conchas II y Brasil. Son lanchas, las que no habían salido a faenar. Casi todos se dedican a la pesca artesanal, pero en los espacios usurpados al manglar se cultiva maíz, pipián, ayote y hay una incipiente apuesta por el marañón.


En Montecristo, digan lo que digan las compañías telefónicas en sus campañas publicitarias, no hay señal de celular.

Fotografía: Roberto Valencia
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(Este es un fragmento de un reportaje titulado "Mucho que decir sobre los punches", publicado el 24 de febrero de 2008 en Enfoques, la extinta revista dominical de La Prensa Gráfica)

lunes, 4 de julio de 2011

Real pero inverosímil

A veces ocurre. Cuando un periodista se sumerge demasiado en un tema, cuando comienza a quitar la cáscara que impide ver el interior, se suele encontrar con algo más parecido a la realidad, y la realidad salvadoreña, para los que no vivimos en la burbuja, es dura, muy dura, tan dura que puede resultar inverosímil; real pero inverosímil. Cuando se llega a en esta situación ocurre un dilema, que es el que tengo ahora, mientras escribo una crónica sobre lo que le sucedió a una joven llamada Magaly Peña. Es un dilema que incluso se lo planteé a ella en una de las múltiples entrevistas.

—Esta historia es muy complicada, Magaly –le dije–. Yo te creo pero, y ahora te hablo como periodista, hacerla creíble, que los lectores no duden, será muy complicado.
—Yo… Yo nomás te he contado lo que me pasó –me respondió, casi con sentimiento de pena–. Solo vos lo sabés. Hablar esto con otra persona se me hace difícil.
—Para mí ha sido muy difícil preguntarte, Magaly, pero eres fuerte.
—Es que si me pongo en un plan de llorar, de nada me sirve, porque nadie va a quitar ese día de mi vida ni puedo ir para atrás.

La frase es trillada como pocas, pero no hay otra que ilustre mejor esta situación: la realidad supera la ficción. Con creces.

Fotografía: Internet

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