martes, 20 de marzo de 2012

Quien siembra impunidad...


Desde hace más de un año mantengo una fluida relación epistolar con el coronel Majano; incluso quedamos en Madrid una tarde para platicar. Como intuyo que para las nuevas generaciones de salvadoreños ese nombre poco o nada significa ya –Francisco Flores y Armado Calderón Sol también se habrán diluido dentro de medio siglo–, no está de más recordar que Adolfo A. Majano Ramos fue protagonista indiscutible en el golpe de Estado del 15 de octubre de 1979, uno de los pocos de corte progresista en la historia salvadoreña, que puso fin a tres décadas de gobiernos militares autoritarios. Majano no solo protagonizó el golpe, sino que integró la primera y la segunda Junta Revolucionaria de Gobierno hasta que, en diciembre de 1980, y después de sufrir varios atentados, optó por el exilio y se fue a Canadá.

Infiero que Majano, quien hoy es un activo septuagenario, sigue siendo un personaje incómodo para elestablishment guanaco, palabreja en la que incluyo a los dos bandos que primero hicieron la guerra, que luego firmaron la paz, y que, en esencia, son las mismas personas que en la actualidad administran –y se lucran– del poder político-institucional. Majano encarna el golpe de 1979, el último intento honesto por evitar la guerra, un golpe abrazado con entusiasmo incluso por Monseñor Óscar Arnulfo Romero, pero serruchado desde el inicio por la ultraderecha y también por los grupos de izquierda, ambas extremas convertidas paradójicamente hoy enestablishment.

Ahora bien, ¿qué pinta el coronel Majano en Sala Negra, un esfuerzo periodístico que trata de desenredar el complejo problema de violencia que afecta a Centroamérica en la actualidad?

Hoy es sábado, 25 de febrero, y Majano acaba de enviarme varios correos con copias digitales del informe preliminar original elaborado por la Comisión Especial Investigadora de Reos y Desaparecidos Políticos, la primera intentona estatal por recopilar, denunciar y tratar de corregir los atropellos cometidos por el propio Estado. El documento, de cuatro páginas mecanografiadas, está fechado el 23 de noviembre de 1979 (apenas diecisiete días después de que juramentaran la Comisión), y lo firman sus tres integrantes civiles: Roberto Lara Velado, Roberto Suárez Suay y Luis Alonso Posada.

Las conclusiones preliminares son sorprendentemente diáfanas y acusadoras. La Comisión explicita los nombres y apellidos de 18 personas (16 hombres, 2 mujeres) y acusa sin ambages de su desaparición y presumible muerte a la Guardia Nacional y a la Policía de Hacienda. No solo eso. Los autores recomiendan destruir las cárceles en los cuarteles de los cuerpos de seguridad estatales. No solo eso. El informe pide que el Estado indemnice económicamente a los familiares de los desaparecidos y/o asesinados. No solo eso. La Comisión denuncia a los miembros de la Corte Suprema de Justicia en los años anteriores “por su negligencia culpable”. No solo eso. Lara Velado, Suárez Suay y Alonso Posada solicitan enjuiciar “de inmediato” a los altos jefes militares de los dos gobiernos anteriores, incluidos los presidentes Arturo Armando Molina y Carlos Humberto Romero, sus ministros de Defensa y los directores de la Guardia Nacional, de la Policía de Hacienda y de la Policía Nacional.

En definitiva, la Comisión exigió que los responsables políticos de actos criminales –militares en activo, en su mayoría– se sentaran en el banquillo de los acusados, exigió poner un freno a la impunidad.

El informe final se presentó el 3 de enero de 1980, y las conclusiones y recomendaciones fueron similares, solo que más documentadas. Para esa fecha, sin embargo, en ambos bandos eran ya mayoría aplastante los que habían dado la espalda al diálogo y querían imponer su visión del mundo por la vía armada.

En esta coyuntura, el digno trabajo de la Comisión cayó en saco roto.

Los asesinatos en clave política son menos en la actualidad, pero asesinados sigue habiendo; catorce cada día en promedio en lo que va de 2012. Dos décadas de “paz” no han acabado con la impunidad enquistada, y no parece muy aventurado suponer que buena parte de los males de hoy hunden sus raíces en lo que se dejó de hacer ayer. ¿Cómo habría sido El Salvador si las extremas –izquierda y derecha, el establishment actual– no hubieran boicoteado aquella primera Junta Revolucionaria de Gobierno? ¿Cuánto de la violencia que nos carcome se la debemos a esa desidia por la institucionalidad? ¿Seríamos una sociedad menos descompuesta si hubiéramos hecho más caso a las voces sensatas de hace treinta años?

Es especulación pura y dura, pero me late que sí.

Pero más importante aún que mirar atrás es mirar hacia delante. ¿Qué seremos dentro de diez, veinte o cincuenta años? ¿Nos preocupa realmente a los salvadoreños el respeto a la institucionalidad y a los derechos humanos? ¿Cuántas generaciones se seguirán perdiendo?

En El Salvador no hay escuelas públicas que se llamen Roberto Lara Velado, pero sí hay una llamada General Juan Orlando Zepeda. No hay calles Roberto Suárez Suay o Luis Alonso Posada, pero sí calles Mélida Anaya Montes, Mayor Roberto D’Aubuisson, o Schafik Handal. Cada bando homenajea a los suyos, unilateralmente, y los no alineados parecen condenados al ostracismo, como las víctimas anónimas que algún día defendieron. El Salvador es un país que se esfuerza más en recordar a los que hicieron la guerra que a los que la sufrieron. Las verdaderas víctimas, los que alguien alguna vez llamó los sinvoz, siempre al final.

(San Salvador, El Salvador. Febrero de 2012)


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(Esta reflexión fue publicada el 16 de marzo de 2012 en la sección Bitácora del proyecto de cobertura periodística de la violencia Sala Negra, de elfaro.net)

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